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4/22/2009

CUALQUIER COSA/// si de mafias hablamos....


No he visto en ninguna parte –y la busqué casi con esperanza– una explicación o desmentida del Gobierno, o incluso de la así llamada Agrupación Cámpora o la así llamada Juventud Peronista, sobre su noble ejercicio político del domingo pasado, cuando las barras ¿bravas? de River y de Boca llevaron banderas contra el grupo Clarín porque, según todos los datos disponibles, esos grupos oficialistas y alguna dependencia del Gobierno les pagaron para que lo hicieran.

Se suele pensar en las barras como una banda de bárbaros desenfrenados. Cada vez está más claro que son lo contrario: un cuerpo de control, un organismo parapolicial, una orga que impone su ley en la tribuna. Hace unos años, cuando escribí Boquita, Rafael Di Zeo me dijo que ellos eran los que hacían que las canchas no fueran tan inseguras:

–Si no estuviéramos nosotros yo quisiera saber cuánto dura que no haya quilombo en la tribuna de Boca. Y si no, fijate lo que pasaba cuando nosotros no estuvimos: se robaban todo, desastre, quilombo, peleas a cada rato.

–O sea que ustedes sirven para mantener el orden.

–Obviamente.

Las barras bravas son grupos mafiosos –en sentido estricto– que trabajan de extorsionar al mundo del fútbol vendiéndoles la clásica protección a la Corleone: te cuidan de la amenaza de ellos mismos. Y, para complementar, tienen cantidad de negocios secundarios –animación de fiestas y kermeses, distribución de mercas varias, guardia de choque, venganzas y amenazas, carne de manifestación, RRPP y propaganda. Que fue la que usó el domingo el Gobierno para seguir su pelea con su aliado de todos estos años.

–Pero, Caparrós, no es nada, son un par de banderas.

Eso es justamente lo que me impresiona y me parece un límite. Que un grupo político traicione sus supuestas convicciones y se alíe –digamos– con un tipo como el ex militar torturador golpista Rico para conseguir votos me suena lamentable pero, por lo menos, se supone que lo hacen porque necesitan esos votos como el agua. O que decidan mentir a todo el mundo y simular que no existe la inflación que existe y no difundir las cifras indispensables para pensar y proyectar el país es un desastre pero, por lo menos, se supone que lo hacen porque creen que la verdad los hundiría. O que se les ocurra frenar una ley para combatir el dengue es levemente criminal pero, por lo menos, se supone que lo hacen porque reconocer la epidemia les puede costar las elecciones.

Pero, en este caso, bandera o no bandera no cambiaba nada. Digo: que contrataron a la mafia por una tontería perfectamente innecesaria. Por eso digo que es un límite: muestra que han llegado a un punto en que parece que todo les da igual, en que son capaces de hacer –algo así como– cualquier cosa. Y me da, de verdad, un poquito de miedo y mucha lástima.
Martin Caparros

La patria kiosquera y los mensajes

Revistas de culos y de tetas, de aviones y de yachting, de manualidades y de informática, de caza y de camping y de viajes, de vinos y dietas. Revistas para chicos, para teens, para mujeres, para nerds. Para consumidores de chismes, para psicoanalistas, para amantes de las armas de fuego. Para interesados en el feng-shui, la numerología, la medicina alternativa, la curación por el espíritu, la astrología. Para gerentes de empresas o para los que buscan empleo. Hay revistas de historia, de rock y de cine, de literatura, de salud, revistas solidarias con los marginales, revistas satíricas, de ciencias agrarias, de turismo, académicas, de arte, de mascotas, de arquitectura, de motos, de modas, de historietas, de turf, de crucigramas, de artes marciales, de otorrinolaringología, de podología, de pesca, de clasificados, de economía, de ecología, de aeromodelismo, de deportes alternativos, de audio automotor, de negocios en la red, de bodas y casamientos, de gays, de Derecho, de exposiciones y congresos, de cosmetología, de poesía, de publicidad, de homeopatía, de aire acondicionado y refrigeración.

En los kioscos también se venden diarios. Los diarios, en el mundo, están muriendo.

Más de una vez, siendo docente, apelé a la imagen del kiosco en la ciudad para intentar poner en cuestión cualquier representación sedante de lo que presuntamente somos. Para impugnar la idea ombliguista de que el periodismo político –o el debate político– calienta multitudes, para dudar un poco sobre las teorías de la manipulación perfecta e incluso la del poder real de las hegemonías comunicacionales, para poner de relieve la importancia de lo cultural antes que la división de clases, para impugnar el sambenito de “la gente opina”, “la gente cree”, “la gente está cansada de”. Uno se pone reiterativo pero es que la tele gana por goleada y hay que poner corazón y pases cortos: no hay “gente”. Hay una familia colla que acaba de perder sus tierras gracias al auge del turismo en Tilcara, hay una mujer que consume ansiolíticos a escondidas en un departamento de tres ambientes, hay un pibe dándose con paco tras la pelea entre su tía que intenta ser madre y el quinto amante de esa madre dificultosa, hay alguien vistiéndose para ir al club, hay un metalúrgico temiendo la suspensión, hay alguien arreando ovejas en el sur, hay un estatal que mira pasar funcionarios, hay cinco o seis o quince millones de deprimidos haciendo zapping, hay quien espera el cambio de semáforo y putea, hay un preso fumando, un adolescente mandando el mensajito “llegué bien”, hay una vecina que baldea.

Por supuesto que hay hegemonías, clases, totalidades relativas, excluidos, asalariados, poderes económicos, consumidores de TV, cuentapropistas. De las posibles, arriesgadas totalidades que podamos ser, para estas líneas me quedo con dos: la metáfora del kiosco y la de los cuentapropistas como emergente del buen argentino dedicado a atender su kiosco. Somos, mucho, esa cultura dedicada al morfi, el símbolo del grasiento lechón de Navidad, la idea corta de salvarse con la rotisería, el restaurante, el drugstore, el delivery, el franchising de empanadas, el sánguche de miga, el catering, el barcito. Somos la no planificación de Mar del Plata y la fealdad descuidada del centro de Bariloche apostando a la temporada, el no future de la piba que se resiste a aprender el breve menú en un balneario de Gesell, la mirada en la planilla de rating y la del político en la encuesta. Somos, por supuesto, el ex laburante de Somisa que perdió para el campeonato canjeando retiro voluntario por remís.

No somos incorregibles, somos inabarcables. Como lo son todas las sociedades urbanas de Occidente, por complejas. Tengo la idea de que es el exceso (¿el colapso?) de complejidad lo que torna impotentes a las democracias y a los viejos sistemas de representación. Sobre el bolonqui infernal de lo que somos (esos miles de kioscos en la ciudad del ruido, de la furia, de los fragmentos estallados, de la violencia de tomarse el subte D de cinco a ocho en Catedral), los medios dibujan unificaciones hipotéticas que se transforman en evangelios. Setenta a cien mil personas fueron al entierro de Alfonsín. Si fuera por lo mejor de Alfonsín, fueron pocas. En 1983 lo votaron 1.269.352 porteños, el 64,3% de los votos. En la Capital viven tres millones, en el Gran Buenos Aires, otros diez millones. Los medios toman lo visible (setenta, cien mil), amplifican las cámaras, lloriquean los micrófonos, destierran mundos, las vidas de los que no fueron. Los que no circularon por pantalla “son desaparecidos, no están ni vivos ni muertos, son una entelequia”, diría el amigo Videla. Sólo los otros dejaron un mensaje.

Los medios suelen vender certezas, impactos, verdades joya, nunca dudas, como espejitos de colores. En periodismo esto es piantavotos pero permitan insistir con esta tesis oscura, incómoda, insatisfactoria, peligrosa por lo que pueda tener de paralizante: cualquier “mensaje de la gente” de estos que propalamos tan alegremente corre el riesgo serio de ser una falacia. Solemos ser eso, falaces llenos de buenas palabras.

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