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8/20/2010

AMULETOS


Una constante en nuestro país, en Catamarca, en Tucuman, en Jujuy, en Salta, en Rosario, en Buenos Aires....sin embargo de esto no se quiere hablar, porque parece que es una sensaciòn mas para los gobiernos que supimos conseguir.
Me pregunto bajo que alfombra los esconden, o en que pliegue de sus almohadas de plumas los esconden cuando duermen nuestros grandilocuentes y vociferantes representantes cuando van a dormir, o en cual de todas su transacciones y en cual de todos sus billetes mal adquiridos se perdieron estos chicos.

picamiel

Una vez más Angélica sale de la carpa con su bebé envuelto en frazadas. La madrugada lo sacudió de fiebre y ella tiene -una vez más- terror a que se le muera. Sería la señal más atroz de que la virgencita la abandonó del todo, después de que el granizo y el viento le volaron el rancho y ella le rezó para arriba, con el alma empapada y los pies desnudos en el agua marrón.

La carpa cobija a diecisiete. Diez son chicos. Están ahí, amontonados como en basural, a un par de cientos de metros de la capital de Catamarca. Hace un año que están ahí, y hace meses que la lona y el plástico frenan sobre sus cabezas la helada nocturna y feroz que no deja de caer en el invierno más crudo de los inviernos del Valle.

Hasta marzo de 2009 las tres familias vivían en Bajo Verde, cerquita de Capayán. Faltaba de todo, es cierto, pero tenían su techito propio. Cuatro paredes pobres pero suyas. Con camas y mesa y sillas para ser familia.

El temporal de granizo y lluvia les tiró el rancho abajo. Salvador Sánchez y Angélica Moreno vieron el agua correr llevándose sus pocas cosas. La piedra les llenó el futuro de agujeros y los dejó a la intemperie con los pibes debajo de sus brazos que no eran tantos como para protegerlos de la desgracia aluvional. Ella levantó la cabeza al cielo, vio las nubes panzonas y negras, los remolinos que jugaban con los cartones por allá arriba, y le pidió a la Virgen que no la dejara sola. Sus tres hijas con sus niños le volvieron al regazo. Y la plegaria fue silenciosa y multitudinaria.

"El viento y la lluvia nos tiraron abajo el rancho que teníamos. Entonces vino la gente del Gobierno, nos dio algunas cosas, y nos dijo que vendiéramos todo y que nos fuéramos a la Capital, que nos iban a hacer una casa. Pero acá nos ve, todavía estamos en una carpa desde hace más de un año". Salvador recuerda aquellos días con la resignación y la angustia anudados en el estómago. Tiene la cara morena y surcada por la tierra y el frío.

Aquel marzo, cuando todos se abrazaban a sus propias ruinas, dos empleadas de la Administración del Habitat llegaron a Bajo Verde con promesas de asistencia. Les dijeron que vendieran todo y se fueran a la capital. Allí les construirían una vivienda social. Una casa para todos. Un techo. Una dignidad con puerta y ventana. Con un trabajo para los días y un descanso para las noches. Nada más esperan un Santiago y una Angélica con diez pibes ateridos en la Catamarca donde la mitad de la infancia está condenada a la pobreza.

Vendieron sus cosas por monedas, apurados por la promesa. Y compraron por mil pesos un terreno en el barrio Montecristo, a pocos metros del nuevo trazado de la avenida Circunvalación, en el sur de la capital. Les dieron mientras tanto una carpa para aguantar. Era marzo, apenas otoño. Y ellos estaban abrigados por la llamita persistente de la esperanza. Esa que aguanta los aguaceros del cielo y hasta los estornudos del poder.

Pero las promesas que los gobiernos les hacen a los Santiagos y a las Angélicas se olvidan con una celeridad asombrosa. Hace un año y cinco meses que esperan. Que desfilan por todos los despachos oficiales buscando a los dueños de la promesa que les esquivan los ojos y los hacen firmar los polvorientos expedientes de la indiferencia.

"Nosotros vendimos lo que teníamos: unas cabras que nos habían quedado, unas vacas, el terreno donde teníamos el rancho, y vinimos para acá esperando que sea cierto lo que nos decían. Además, ellos nos dieron una carpa para vivir provisoriamente", dijo Salvador y los ojos se le ponen colorados.

Los pibes casi no van a la escuela de La Viñita porque se despiertan tarde. La noche no permite el sueño: el frío late en los pies y en la panza cuando la helada se endurece en escarcha y la tos se carga en los pulmones con el crujido fatal del abandono.

Por la mañana salen al monte los más grandes a juntar la leña. Alcanza para calentar las ollas y encender los braseros. Pero se consume tan pronto como las promesas.

Hace poco en Desarrollo Social de la Municipalidad de Capital le dijeron a Santiago que se volviera a Capayán. Que en Capital era más difícil conseguir trabajo. A él, que arrastra su penuria desde Bajo Verde, a él, que le dijeron que vendiera porque el futuro estaba aquí. A él, que se compró un terreno donde ahora le dicen que es el bajo y se inunda. Angélica mira hacia el cielo y le habla a la virgencita. Cada vez más convencida de que por alguna razón tan fuerte dejó de escucharla. Santiago cree que es la mala suerte, que un día se le prendió del cuello como un amuleto embustero. Pero acaso saben, en lo más profundo de sus almas, que la llamita invencible de la esperanza aguanta hasta los aguaceros. Pero no el desamparo dispuesto por el Estado sobre los que no tienen, los que no pueden, los que no son. Los nada y los nadie. Los que sobreviven a la helada en una carpa y se callan. Y si un día no sobreviven, será porque les falló el Cielo o la suerte azarosa del amuleto.

Silvana Melo

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