La coincidencia de escándalos de todo orden que afectan de lleno a las
principales instituciones españolas se traduce en una intensa
movilización social como no se había registrado en las últimas décadas.
En muchos aspectos la actual situación recuerda los momentos de la
llamada “transición” cuando el viejo orden franquista se derrumbaba para
dar paso a la democracia.
En la presente coyuntura demasiadas cosas están en tela de juicio: el
modelo económico, por mediocre; el sistema político, por su bipartidismo
excluyente y tramposo; la administración, por la intensa y generalizada
corrupción en torno al uso de los recursos públicos; los partidos (con
honrosas y escasas excepciones) por su desprestigio y manifiesta
incapacidad; la Iglesia, por mantenerse anclada en el
“nacional-catolicismo” y ser portavoz entusiasta de las expresiones más
reaccionarias de la moral; el gremio empresarial (en particular los
banqueros) por ser los responsables principales del mayor desastre
económico que se registre en las últimas décadas, y para que no faltara
nada importante en este cuadro de desgracias, la misma Corona, con un
rey y su familia hundidos en escándalos de todo tipo y sin encontrar aún
alguna salida que garantice su continuidad. Ya no son voces aisladas
las que proponen la disolución de la monarquía y la vuelta a la
república; la bandera tricolor de Riego aparece con mayor frecuencia en
calles y plazas, ya no solo empuñada por viejos nostálgicos sino por
gentes cada vez más jóvenes.
Como guinda del pastel, unos líderes políticos tan mediocres que hasta
se duda de la idea según la cual ya no era posible encontrar un
dirigente de mayor candidez, irresponsabilidad y falta de brillo como
los atribuidos al anterior gobernante, Rodríguez Zapatero. Cada mañana
trae nuevas sorpresas y la indignación popular no cesa. Si el gobierno
confiaba en el cansancio de los movilizados, tal parece que alimentó una
esperanza inútil. Y si las denuncias de pagos indebidos a los
políticos, la contabilidad doble y otras prácticas corruptas en los
partidos (especialmente en el PP) terminan por confirmarse, las
posibilidades de caída del gobierno y la convocatoria de nuevas
elecciones ya no serían solamente la exigencia ciudadana sino una
necesidad impostergable ante una crisis de dimensiones catastróficas
para el país.
El partido de gobierno (PP) parece fiarse de los lentos y engorrosos
procesos judiciales para ganar tiempo y esperar a que se calme la
tempestad. Confían igualmente en ver a finales de este año algunos
síntomas de mejora económica. Sin embargo, ambas suposiciones carecen de
fundamento. La dimensión de los escándalos es tal que ni los jueces más
benignos (o venales) pueden ya tapar tanta podredumbre sin crear un
escándalo mayor ni los expertos más optimistas pronostican un futuro
económico mejor. Los datos inducen mucho más a la preocupación cuando no
directamente al pesimismo.
En este panorama desolador ni PP ni PSOE pasan de los mutuos reproches
(el famoso “y tú, más corrupto que yo”) ni el resto de las fuerzas
opositoras (minoritarias) conforman un bloque con suficiente entidad
como para poner en riesgo la estrategia neoliberal que han sostenido
“socialistas” y “populares”en los últimos años y que está en la raíz
misma del problema. En el mejor de los casos -tanto aquí como en el
resto de la Unión Europea- la solución que se ofrece a la ciudadanía es
una versión edulcorada de la misma estrategia económica neoliberal, o
sea, una versión menos perversa y sobre todo sin las actuaciones
delictivas practicadas por banqueros, empresarios de todos los pelambres
y políticos venales. Una renovación moral de la política pero
manteniendo en lo fundamental la hegemonía del mercado; en pocas
palabras, un capitalismo salvaje, pero no tanto.
La cuestión de mayor interés es sin duda la perspectiva real de la
respuesta ciudadana. Fraccionada en diversos grupos e iniciativas,
comprende las fuerzas tradicionales de la izquierda (parlamentaria,
sindical, asociativa) y múltiples movimientos e iniciativas que
responden a reivindicaciones particulares cuando no a puras
manifestaciones espontáneas que por su misma naturaleza muestran grandes
dificultades para mantenerse en el tiempo y sobre todo para articularse
como una fuerza efectiva que traduzca sus exigencias en cambios reales,
poniendo de nuevo de manifiesto que no basta con indignarse, que no
basta con tener razón.
Las fuerzas tradicionales de la izquierda se mueven prisioneras de
prácticas y formas que apenas tienen eco entre las nuevas generaciones,
acompañadas de una enorme falta de reflejos fruto seguramente de sus no
pocos vicios burocráticos y en cierta medida porque son percibidos por
muchos como partes del problema y no como agentes de cambio. Por su
parte, las iniciativas surgidas del movimiento espontáneo de protesta
(los diversos grupos de “indignados”) pasan pronto de la euforia y el
entusiasmo de los primeros días a una cierta incertidumbre cuando se ven
confrontados por la tradicional disyuntiva de cómo combinar
adecuadamente espontaneidad y organización, cómo mantener vivas las
diversas formas de democracia directa, de ausencia de estructuras
jerárquicas que tan bien funcionan en los inicios del movimiento, con la
necesidad de dar formas orgánicas y delegadas de poder cuando se trata
de gestionar eficazmente las reivindicaciones. Frente a las autoridades o
frente a los empresarios no basta con la bulliciosa y alegre
movilización en calles y plazas; inevitablemente se impone la necesidad
de administrar las fuerzas y negociar con el poder.
Así al menos se comprueba en aquellos sectores que han sabido combinar
de forma creativa la relación entre la fuerza de la espontaneidad de la
multitud movilizada y la necesidad de negociar a través de dirigentes
honestos y representativos. En efecto, las protestas de los trabajadores
de la salud, la educación o el sistema judicial, provistos
tradicionalmente de organización sindical han conseguido mantener formas
masivas de lucha y hacer efectivas al mismo tiempo las formas del poder
delegado. No se ha sacrificado la espontaneidad de las masas, se ha
alcanzado permanencia y cohesión del movimiento y se han constituido en
negociadores eficaces a través de sus organizaciones gremiales. Algo
similar se produce con la protesta de los ahorradores estafados por los
bancos o con las miles de familias expulsadas de sus viviendas
igualmente por las entidades bancarias. Unos y otros han sabido
convertir la indignación espontánea de cientos de miles de afectados en
formas propias de organización que presionan de manera muy eficaz y han
conseguido algunos triunfos parciales. Miles de estafados (sobre todo
pensionistas de escasos recursos) invaden a diario bancos, cajas de
ahorro y ayuntamientos para exigir que les devuelvan sus ahorros, al
tiempo que un grupo de sus dirigentes y asesores técnicos negocian con
las autoridades una salida justa a sus reclamaciones. Los desahuciados,
por su parte, movilizan sus piquetes para impedir la expulsión de las
familias pero al mismo tiempo se han armado de una eficaz organización
que gestiona sus reivindicaciones. Esta misma semana su portavoz oficial
ha llevado su clamor hasta el mismo Parlamento protagonizando un duro
enfrentamiento con los políticos y con el representante de los bancos
(su discurso ha dado la vuelta al mundo, gracias a los modernos sistemas
de comunicación).
Nadie se atreve a estas horas a predecir qué va a suceder en España
sumida en la más profunda crisis de las últimas décadas. Por supuesto,
cabe siempre la posibilidad de que el sistema consiga prolongarse
haciendo un lavado de cara (incluida la monarquía). Todo depende del
vigor y la eficacia de las fuerzas de la oposición social y política. Si
todos los grupos que conforman la protesta lograran unificarse en torno
a un programa básico de reformas y si como muchos vaticinan, unas
elecciones anticipadas son inevitables, las perspectivas de un cambio
substancial no son pocas. En realidad, muchas alternativas están
abiertas y tampoco falta quien sostenga que el sistema, ante el riesgo
de verse sometido a cambios radicales, optará por la violenta superación
del mismo marco legal vigente de la que en su día se llamó “la
transición modélica”. Ya ha ocurrido en Grecia.DIEGO.
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