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3/23/2009

Santa Jade de la Televisión


Jade Cerisa Lorraine Goody, estrella de la nada, tiene todas las fichas para transformarse un día en Santa Jade de la Tele, reventadita y mártir. M. Caparrós

Y encima consiguió morirse ayer, principio de la Primavera: no le falta casi nada para que la beatifiquen. Jade Cerisa Lorraine Goody, estrella de la nada, tiene todas las fichas para transformarse un día en Santa Jade de la Tele, reventadita y mártir.

Se merece ser la primera inquilina del cielo de plasma: nadie sintetizó como ella el funcionamiento más masivo de la cultura actual de masas. Jade era tonta, torpe, ignorante; sabía que había un idioma llamado portuganés que se hablaba en España, que abceso era una bebida francesa y que el autor de la Gioconda fue Pistachio. Como a todos los grandes, la despreciaron al principio; a fuerza de santa paciencia, desparpajo y brutas tetas se ganó el cariño general.

Su infancia fue la infancia de una santa: su padre era un cafisho convertido en ladrón heroinómano a quien su madre echó de casa porque escondía sus pistolas en la cama y se inyectaba delante de la nena. Poco después su madre perdió un brazo en un accidente de motocicleta y, como eso no mejoró sus chances electorales, fue cayendo; Jade, a sus seis, tuvo que rescatarla, bastante dopada, porque las velas de su casa sin electricidad la estaban incendiando. Por todo eso, solía contar Jade en los confesionarios, su vida sentimental y sexual después fue tan confusa.

El cielo se le abrió con los realities: allí encontró su lugar y vocación. Jade amplió su prédica con autobiografías –dos antes de los 27 años–, perfumes, videos de ejercicios, exclusivas, propagandas; a sus 25 tenía dos hijos de dos padres y tres o cuatro millones de dólares. Pasó pruebas: se puso racista –“racial”, dijo ella– con una actriz india y se le armó un revuelo espantoso, sus negocios se hundieron. Trataba de recuperarlos participando en un reality indio cuando le contaron, en cámara, que tenía un cáncer de cuello de útero. Lloró, gritó, moqueó –al aire, faltaba más–, intentó algún chiste brutal: “No será la primera vez que me quede pelada; ya me había pasado cuando fumaba crack para acercarme un poco a mi mamá”, y dijo que se sobrepondría.

Ella tenía la fe, pero hace unos meses le dijeron que no. Entonces organizó una muerte que se pareciera a su vida: vendió por otro millón de dólares su casamiento con un novio preso y quiso vender, por más aún, su muerte en directo. Pero la televisión inglesa, en ese punto, se fue al mazo: les cayeron cataratas de protestas y arrugaron. Santa Jade había servido, entre otras cosas, para poner al descubierto los límites de ese medio aparentemente ilimitado que le dio casi todo: se puede decir estupideces, coger, aburrir, adelgazar, traicionar, hablar de tonterías y sobre todo de tonterías previamente televisadas, pero todavía no se puede morir en directo. (Eso, al menos, en la televisión inglesa; aquí tampoco, pero sí se puede pedir en directo que haya muertes. No se sabe –¿a nadie se le ocurrió preguntárselo a la señora Giménez?– si su idea es que esas ejecuciones se transmitan en horario central: para ser coherentes, buscar el mayor efecto pedagógico y retomar la tradición de las ejecuciones medievales, deberían pedirlo. ¿Se imaginan una buena ejecución diez y media de la noche para medir más que la telenovela, un ladrón homicida morochito tratando de contener temblores y la baba mientras el verdugo le va a vendar los ojos? ¿Se imaginan ese último cruce de miradas con los parientes colmados de venganza, y la sonrisa triste, circunspecta, de la señora Giménez con la satisfacción del deber cumplido? Y entonces, una vez más, les ganaríamos a los ingleses con la mano.)

Jade Goody se murió ayer, principio de la primavera, y debería ser la primera santa de la Tele: la que vivió por Ella, por Ella se sacrificó, aceptó incluso morir lejos de Ella para Su mayor gloria. A menos que la otra iglesia, la que siempre nos colmó de santos, la reclame: para hacerse ejemplar, Goody murió del único cáncer causado por coger. El virus del papiloma humano –VPH– se transmite en muchas relaciones sexuales y pocas veces deriva en cáncer, pero las posibilidades aumentan seriamente si la persona en cuestión fornica mucho y con muchos distintos, y ésa fue su cruz: santa Jade se sacrificó para que todos supiéramos que tal pecado traía, como debe ser, su penitencia. Era inevitable o, como dicen: estaba de Dios. Sólo se habría salvado si aquel día, el Señor no lo permita, se hubiera puesto un forro.

M. Caparrós

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